Tristeza y yo

Para Keyla

Saqué a pasear a tristeza. Ya no cabía en la casa y tocaba dejarla salir. KAK sugirió llevarla lo bastante lejos para que la explosión, si había una, no destruyera nada y decidimos ir al refugio, una playa sin nombre a la que vamos ocasionalmente a leer y a ver la puesta del sol. No hay mucha gente, nadie hace trencitas y tampoco venden aceite de coco. A veces nos topamos con unos chicos que fuman marihuana y el invitante aroma inunda nuestra lectura pero nos aguantamos las ganas de pedirles una fumada, para no dar pie a un intento de charla, no nos gusta hablar cuando vamos ahí. Me encerré en los cuentos de Felisberto Hernández y KAK en Agosto.
La tarde cayó, los marihuanos se fueron, KAK se durmió y yo me perdí en los tonos dorados que ondeaban en el agua y parecían crepitar. Pensé que la puesta duraba poco, después descubrí que había pasado dos horas y algo mirando al sol enrojecer y sumergirse en el mar. Tristeza extendió su reino sobre la arena.
Cuando KAK despertó los deberes aparecieron en el horizonte: teníamos qué ir a presentar nuestros respetos a sus abuelos. Sacudimos la arena para ir presentables pero no logramos ponernos lo bastante formales para que la recepcionista del edificio nos dejara pasar. Hizo varias llamadas, nos miró de arriba abajo y finalmente, cuando la abuela dio la orden, nos condujo al elevador para activar una llave que nos permitiría subir. Ahí nos recibió la enfermera del señor K y una rubia desconocida con una laptop en las piernas. Ni siquiera se preguntó si hablábamos inglés, enseguida comenzó a parlotear y a penetrarnos con sus ojazos azules de película de terror. Traía un peinado de salón y un maquillaje sesentero a prueba de bochorno. No había un pelo fuera de lugar, usaba sandalias caras y un acento neoyorkino. Mi ánimo no dejaba fluir ocurrencias de ocasión pero hice un esfuerzo para no ser descortés cuando KAK nos dejó a solas. Hablamos de la nieve que cubría Nueva York por estos días, de los muertos en las calles y de las medidas del gobierno para evitar la peste. Empecé a limitar mi intervención a arquear las cejas y poner cara de asombro a cada detalle de su conversación. Auxilio.
De pronto aparecieron todos: abuela, abuelo en silla de ruedas empujado por la enfermera, y KAK. Anunciaron que nos íbamos a la Quebrada. La rubia sesentera dio palmaditas de gusto y fue a cambiarse de ropa. Regresó enfundada en un vestido verde y coctelero, un colllar de cristales brillantísimo y unos carísimos tacones de quince centímetros. No sé qué imaginaría que es la Quebrada para vestirse así. KAK y yo habíamos planeado meternos al cine de media noche y beber mimosas pero los abuelos no nos dieron opción. La Quebrada entonces. Abuelo, abuela, enfermera, rubia sesentera, guardia de seguridad, chofer, KAK y yo abordamos dos coches y nos perdimos en la costera Miguel Alemán.
Llegamos al lugar de los hechos, convertidos en sopa. A la Quebrada no se puede ir con una silla de ruedas si no tienes dinero. No hay rampas ni un buen sitio para ver el show salvo en un hotel que cobra un porcentaje para los clavadistas y exige consumo mínimo para acceder a la terraza desde donde se ven aquellos estilizados cuerpos lanzarse al lado bravo de las aguas acapulqueñas. Nada impresionante, pensaba tristeza. Cuando ellos se clavaban yo bebía una mimosa pensando en hacer lo mismo y no salir del agua nunca más. KAK me preguntó si era una tradición prehispánica pero le aseguré que no. No me creyó. El abuelo pidió dos platones de comida, lo más cercano a kosher y lo más lejos de algo apetitoso. Mi tristeza pedía a gritos volver a la tumbona pero ante la imposibilidad momentánea se acurrucó en el pecho y se quedó calladita, escuchando las historias del señor K, que presionaba cariñosamente a KAK para que se esforzara en casarse pronto y le diera bisnietos.
Los clavadistas se prepararon, se persignaron frente al altar de la virgen y uno a uno fueron tirándose al agua. No sé qué me daba más vértigo si su caída libre o el regreso al acantilado escalando entre las piedras.
Dos tandas de clavados, varios taquitos de queso y guacamole y unas mimosas después, salimos del Hotel Mirador. En el lobby, los clavadistas esperaban a los espectadores para saludar y preguntar si les había gustado el show. De lejos sólo distinguía cuerpos morenos con speedos de colores chillones. De cerca eran unos cuerpos perfectos, fuertes, bien torneados, lampiños y mojados aún. KAK y la abuela aprovecharon el saludo para preguntar y hacer sugerencias. KAK quería argumentos para reforzar su teoría de que los clavados en la Quebrada eran una tradición prehispánica, pero los clavadistas dieron una versión mucho más interesante: todo comenzó con una apuesta de dos pescadores borrachos. La abuela agregó antes de partir, que deberían imprimir más drama al show, “¿qué tal unos tambores?” sugirió.
Abordamos los coches de regreso a nuestro maravilloso y melancólico encierro. Departamento. Piso 13. Directo a las tumbonas de la terraza, con enormes vasos de agua y un paquete de cigarrillos. Las ondas del agua cambiaron a color plata y Felisberto volvió a contarme una historia melancólica. Tristeza salió del pecho y se acostó en la tumbona junto a mí.

7 Respuestas a “Tristeza y yo

  1. Tristeza puede pasar cualquier momento a casa.

  2. te sienta bien tristeza!

  3. ¿turistas? fueron pescadores los de la apuesta…
    Tristeza fue buena compañía parece ser…

  4. bravo !! me declaro fan de tus relatos querida

  5. Javier Alonso Moro Hernández

    Hermoso como las filigranas de plata que el océano deja entrever en esas noches acapulqueñas.

    Abrazo

  6. Conocí tus cuentos en la FIL en 2010, quedé atrapada con tu estilo y el humor de tus cuentos (escaso pero certero). Gracias Paola por escribir historias desde una ventana distinta. Si algún día tienes la oportunidad de venir a Manzanillo, Colima, me agradaría mucho invitarte al club de lectores que tenemos de tu obra. Un abrazo

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